TIC-TAC, TIC-TAC, TIC-TAC… Así paso las noches, escuchando un ruidito que sólo existe en mi interior, preocupado por cosas que se me escapan e intentando conciliar el sueño. A la par, siento como mis ojos abiertos de insomne se resisten a cerrarse y a trompicones buscan las pequeñas luces led de los distintos cacharritos electrónicos que transgreden la oscuridad de mi habitación. Vuelta a un lado. Vuelta a otro lado. Boca arriba. Boca abajo. Viaje al aseo. Paseo por la casa… TIC-TAC, TIC-TAC, TIC-TAC.
Habiendo leído artículos y manuales de cómo dormir, intento llevar una vida ordenada. Cada noche me preparo para dormir. Me voy a la cama pronto. Y antes tomo infusiones relajantes. También leo todas las noches. Pero ni con esas. No cojo el sueño. Los runrunes ahí quedan… que si el trabajo, que si los niños, que si hay que pagar tal, que si hay que hacer cual. Y lo gracioso es que estos son runrunes propios del más común de los mortales. De hecho, no me quitan el sueño, todo lo más, me lo aplazan.
Los runrunes que me quitan el sueño tienen un carácter menos mundano. Me abordan de repente en plena noche con preguntas tales como ¿y todo esto para qué? ¿pero qué maldita broma es esta? ¿para qué tanto esfuerzo si el final es el que es? ¿hacia dónde va el mundo? ¿qué va a ser de los míos cuando yo no esté? ¿Existe un Dios o solo somos los únicos habitantes de un universo que realmente es un destartalado elefante que viaja subido sobre la concha de una puta tortuga gigante milenaria? Cuestiones que por más que pienso no puedo llegar a responder y que me obsesionan, me angustian, me quitan el sueño. TIC-TAC, TIC-TAC, TIC-TAC.
No me ayuda mucho saber que, como dijo Fernando Arrabal, el milenarismo va a llegar. O tal vez, puede que ya haya llegado: salimos de un mundo en clausura por culpa de la pandemia para que nos metieran en una nueva guerra en Europa, los precios de la energía y de los alimentos están disparados, las desigualdades sociales han llegado a su punto más alto en años, se están produciendo cambios en un orden mundial donde nuevas potencias han dicho eso de «estamos aquí», más hambrunas, revueltas, sequías, incendios, catástrofes…
Y a todo esto, el ser humano, que es capaz de hacer muchas cosas buenas, parece que cada día se torna más gilipollas. Al menos, esa parte de la humanidad que tiene tiempo suficiente como para permitirse ser gilipollas. Vamos, eso que llamamos Occidente, formado por personas preocupadas por ellas mismas y por cuanto sucede en su casa, en la «esmartiví» de su comedor o en la pantallita de su dispositivo móvil de mil euros. Personas acostumbradas a reaccionar a base de likes, posts, o marcándose un pegote tipo «je suis Charlie» cuando un evento inesperado irrumpe abruptamente en su impostada paz interior de escayola mantenida a base de pan, circo y una pastillita de soma.
El reloj del juicio final hoy marca 90 segundos para la medianoche. El mundo tal y como lo conocemos se va a la mierda. TIC-TAC, TIC-TAC, TIC-TAC. Pero no seré yo quien reniegue de la cultura occidental. Que yo también tomo mi ración diaria de pan, circo y soma. Y aun así, siempre reivindicaré la importancia del pensamiento crítico, de estar bien informado de cuanto acontece por diversos medios, de aprender cosas nuevas, de dejar abierta la mente a todo tipo de ideas, personas y conocimientos. Huiré de las ideas preconcebidas, de los prejuicios y convencionalismos, así como de las personas gregarias y de las que nada aportan. Buscaré hacer las cosas de otra forma, tomaré ideas de unos y de otros, cambiaré de pareceres. Y todo ello, aunque me siga quitando el sueño. TIC-TAC, TIC-TAC, TIC-TAC.
Al fin y al cabo, la bella durmiente nunca me cayó bien.
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