Todos sabemos lo que es una «persona de palabra», pero por si alguien no lo tuviera claro, que sepa que, atendiendo a la Real Academia de la Lengua, por la expresión «de palabra» se entiende todo aquel empeño que hace alguien de su fe y probidad en testimonio de lo que afirma. Las personas «de palabra» tienen la capacidad de aferrarse con ahínco a sus ideas, unas lo hacen por una mera cuestión de honor e ideales, otras lo hacen por mera cuestión de cabezonería, conocedores, en este último supuesto, de que probablemente no se esté en posesión de la razón.
Si atendemos al sabio refranero español, «donde dije digo, digo Diego», nos encontramos personas de ideas variables . Como antítesis de las personas «de palabra», también podemos encontrarnos con personas que una vez defendieron unas opiniones, y que al cabo del tiempo se agarraron otras radicalmente opuestas. Y es que las personas pueden cambiar de ideario con el paso del tiempo, a consecuencia de los estímulos provenientes de su entorno o de las propias vivencias que haya experimentado a lo largo de su vida.
De hecho, cambiar de opinión es algo muy común. Sucede frecuentemente. Muchas son las personas que fueron progresistas de jóvenes y de adultos se volvieron conservadores. Muchas son las personas que hicieron gala de un ateismo cool en su adolescencia y cuando llegaron al ocaso de sus vidas se tornaron fervientes feligreses de alguna colectividad religiosa. Muchas son las personas que ejercían de veganos recalcitrantes y que acabaron obteniendo la membresía del Club de Fans del Doble Whopper.
Pero cambiar de ideas no tiene por qué ser algo negativo. Es algo intrínseco a la naturaleza de la persona y a su capacidad de adaptarse al cambio. Y es algo más frecuente en las personas con inquietudes, que indagan, que se informan, que se forman, que escuchan, que empatizan, que son capaces de salir de su paradigma… No obstante, en otras ocasiones puede estar mal visto al considerarse propio de personas que no saben, de caracter gregario, aduladores o de personas «que no tienen palabra».
Y es que la «persona de palabra» está vinculada al sentido de la honradez, de la confianza, de la lealtad y del respeto. Sentidos todos ellos muy positivos. Aunque hay situaciones en las que la «persona de palabra» se ve presa de sus convicciones, y en ese caso es cuando sus ideas le suponen sufrir una penalidad, una pérdida, un sacrificio. Ejemplos en la Historia hay muchos. Uno de ellos es el de Tomás Moro (Londres, 1478 – 1535), abogado, escritor, humanista y Canciller de Enrique VIII. Siendo persona de la máxima confianza de Enrique VIII, al tener profundas convicciones de ferviente católico, no apoyó al monarca en su decisión de crear la Iglesia Anglicana para poder divorciarse de su primera mujer, Catalina de Aragón, y, por ello, fue condenado a muerte por el propio rey.
En definitiva, ser una persona de palabra o ser una persona que ha cambiado su punto de vista no es ni mejor ni peor. Es una elección personal. Y hay que distinguir los valores o creencias de las meras opiniones. ¿Y tu qué eres?

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