Todos tenemos fotos que miramos y remiramos porque siempre nos evocan buenos recuerdos, siempre nos llenan el alma de luz, siempre nos traen una plácida sensación de calma. Y eso a pesar de que algunas, tras mirarlas en un primer momento, pueden llegar a dejarnos un amargo regusto en nuestras bocas e incluso hasta una angustiosa presión sobre nuestros corazones, pues en ellas figura algún ser querido que ya no está.
Entre miles y miles de fotos en mi haber, tengo unas cuantas a las que me gusta mirar y remirar. Pero hay una en especial que me gusta mirar y remirar desde bien pequeño. Forma parte del modesto álbum de fotos de rojas tapas y amarillentas hojas de la boda de mis padres. Lo hizo un fotógrafo de mi pueblo («Alberto el fotógrafo», insigne personaje que forma parte de la memoria colectiva local), allá cuando los álbumes de fotos tan sólo eran libros en los que se pegaban fotos con pegamento Imedio y lo único digital que tenían eran las huellas de quienes pasábamos sus hojas.
A mi hermano y a mí nos hacía muchísima gracia ver las «viejunas» pintas setenteras de todos nuestros familiares. Aún nos hizo más gracia cuando descubrimos que mi abuelo Pedro ya utilizaba por entonces su mítica corbata para eventos tipo «BBC», a la que tanto provecho sacó durante décadas. Pero pasado un tiempo, esa gracia un tanto simplona se esfumó, a consecuencia del normal proceso de maduración de un par de críos por el cual, llegado el momento, tuvieron que enfrentarse al triste e inevitable hecho de que todas las personas a las que queremos, antes o después, se van.
No obstante, pese al pasar de los años y pese a la marcha de los seres queridos que en ella aparecen, esta foto nunca me ha transmitido sentimientos de pesar, sino que me ha dejado una alegre sensación, y por ello siempre la he tenido a mano. Siempre me ha gustado verla porque, además de ser un interesante documento costumbrista de la sociedad española del 77, retrata un emotivo momento de mi familia y, solo por ello, a mí me evoca sentimientos muy positivos: alegría, cariño y amor.
Dicen que cuando perdemos seres queridos, con el tiempo (ese gran sanador de almas), tendemos a enviar a un segundo plano los recuerdos tristes para traernos a un primer plano los recuerdos alegres que compartimos con ellos. Tal vez esa sea la razón por la que me gusta ver fotos de tiempos ya pasados.
Esta foto siempre la tengo a mano. Procuro tenerla a mano para verla cuando quiera (en mi ordenador, en mi móvil o incluso en aquel cuarteado álbum rojo). Sé que mirando y remirando esta foto, sólo ante ella, me acerco a aquellos a quienes quiero, porque sonrío viendo sus caras, porque me imagino lo que estarían pensando en ese determinado momento, porque he tenido el privilegio de haber pasado por sus vidas y de aprender de todos ellos y sobretodo porque con su recuerdo los mantengo vivos.
De hecho, tanto me gusta esta foto que lo primero que hice cuando aprendí a trastear Photoshop fue escanearla y restaurarla, con mucho mimo y detalle. Aunque algunos al verla pensaréis que la foto sigue siendo «viejuna», lo cierto es que yo quedé muy satisfecho con su resultado, principalmente porque recuperé color y eliminé daños. Y aunque dediqué muchas horas a ella, el esfuerzo mereció la pena, pues hice esta foto más duradera, y con ello, que el recuerdo de aquellos a los que quiero siga vivo en mí durante mucho, mucho tiempo.

Nice post! En esa iglesia nos casamos JA y servidora! Un abrazo!