De las muchas cosas bonitas que hay en el mundo, que haberlas haylas, poder recibir de vez en cuando el cariño de los demás es una de ellas. Me imagino que, al igual que a mí, a ti también te gustará.
Se puede recibir cariño de distintas formas: con un simple te quiero, con un bonito gracias, con una tierna mirada, con un confortable abrazo, con una cálida sonrisa o con un apoyo incondicional. Pero una forma especialmente bella de sentir ese cariño que emana de otros es cuando, detrás del cariño recibido, hay una persona que ha decidido consumir un tiempo de su vida (elemento finito y preciado) para dedicarlo a ti, pensando en ti, para agradarte a ti y demostrarte así cuánto cariño te tiene.
Puede ser el dibujo de tu hijo o hija donde, entre trazos bastos e irregulares, apareces como la forma más grande de cuantas figuran, bajo un «TE QieRo». Puede ser la bufanda de lana que, con tus colores favoritos, te ha hecho tu suegra, teje que te teje, a lo largo de muchas noches de invierno, aunque te la regale en primavera. Puede ser el regalo que te ha hecho tu colega, después de buscar por 3001 páginas de internet una camiseta friki con esos superhéroes que tanto te gustan. Puede ser la cena especial con la que te sorprende tu pareja en una noche para dos, con la única compañía de velas, música de Norah Jones y una buena botella de vino.
De las distintas vías con las que se puede demostrar cariño, hay una que personalmente me gusta mucho. No es nada cara, si bien hay que dedicarle tiempo y corazón, por lo que para mí es todo un auténtico lujo recibirla: una carta.
A día de hoy las cartas han caído en desuso con tanta tecnología, internet, redes sociales y telefonía móvil (elementos a los que no pienso echar la culpa de nada, por cierto). Al menos a mí, actualmente las únicas cartas que me llegan (y cada vez menos) son del banco, de publicidad, del agua, algún susto de haciendasomostodos, ah, y la carta de felicitación de cumpleaños que puntualmente me hace @elcorteingles (oye, que no falla nunca, me da hasta «gustico» verla).
Allá por la era analógica, cuando se hacían colas en las cabinas de teléfonos, los mensajes se daban a voces, y la red estaba hecha para pescar, al final de cada verano, los amigos y amigas de la playa intercambiábamos las direcciones de nuestras casas, para continuar en contacto una vez volviéramos a nuestras rutinarias vidas de colegios e institutos. Aún hoy, si cierro los ojos, todavía experimento la alegría de encontrarme una carta a mi atención en el buzón de casa. Y más alegría me produce el verme sentado, emocionado y contento, frente a la mesa de mi habitación leyendo a solas la carta recibida.
Porque leer a solas una bonita carta escrita para tu persona es un gran momento de intimidad, que te conecta profundamente con quien te escribe, por muy lejos que esté o por mucho tiempo sin mantener contacto directo. Conforme vas leyendo cada palabra de la carta, escuchas la voz de quien escribe, visualizas su cara, notas su presencia y te envuelves en un confortable manto de cariño. Y te emocionas. Sonríes. Lloras.
Más un momento de mayor intimidad si cabe, es escribir a alguien una carta de cariño, de agradecimiento, de amistad o de amor. Conforme trazas letras, palabras y frases por una pieza de papel, desnudas tu alma a esa persona que aprecias, plasmas tus ideas, imprimes tus pensamientos, trasladas tus sensaciones y envuelves a tu lector en tus propios sentimientos. Por eso, escribir una de estas cartas a alguien es un acto muy valiente, no al alcance de cualquiera. Si además está bien escrita y llega al corazón de su destinatario, hablamos del arte de emocionar.
No hace mucho recibí una carta de alguien a quien yo valoro mucho. Una de tantas personas de las que andan siempre ocupadas entre la vorágine diaria del trabajo y la atención a su familia, que aún tiene a bien sacar tiempo de su vida para acordarse de los demás, para dejar simpáticas notas en la mesa, mandar e-mails de ánimo o de reconocimiento por el trabajo bien hecho, e incluso para escribir cartas de agradecimiento simplemente por el hecho de estar ahí a su lado.
Leyendo esa carta me trasladé a aquella época en la que leía las cartas de mis amigos de la playa frente a la mesa de mi habitación. Me sentí inmerso en aquella época de inocencia. Si me hizo ilusión recibirla, mucho más la disfrute al leerla. Pues era una carta escrita de corazón para darme ánimo ante novedades, cambios y retos. Y lo más importante: la persona que la escribió dedicó su precioso tiempo en dedicarme unas palabras sinceras de aprecio. Y se me hizo un nudo en la garganta. Me emocioné. Sonreí. Lloré.
No dejemos de escribir. No dejemos de leer. No dejemos de emocionarnos.
Y ante todo, no dejemos de emocionar.
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