Hace unos días experimenté en primera persona un escalofriante hecho, de esos que te abren las carnes, a lo bestia, así en canal, a lo gore-reventón. Un hecho de los que cuya impronta permanece en tus recuerdos de por vida. De esos que te convierten en una persona distinta. Un hecho, en definitiva, tan relevante en mi vida que, de verdad de la buena, no podía dejar pasar la ocasión de plasmarlo en mi blog.
Recién levantado. A oscuras me encaminé hacia el aseo palpando las paredes del pasillo, medio inconsciente, golpeando con mis dedos de los pies cuanto había y cuanto no había, recordando aún el agradable sueño por el que, hacía apenas un minuto, me encontraba contemplando una relajante, naranja y bella puesta de Sol, parado de pie sobre un pantalán del Mar Menor, que por cierto se asemejaba al Miami Beach de Sonny Crockett (solo faltaba su Ferrari Testarrosa blanco).
A los tres «ays» y cinco «aughts», por fin encontré el doble interruptor del aseo, encendí las luces del techo y del espejo y… Dios!!! Horror!!! Cáspita!!!… Al mirarme en el espejo me encontré dos pelacos que se asomaban por mi oreja derecha (hoooola, me decían). Trauma del copón. Sensación de acongojo. Manos a la cara a lo Macaulay Culkin en «Solo en Casa». Un nuevo cambio en mi vida. Bienvenido a la madurez, cuarentón. Y esto solo puede ir a más!!!
No conozco a nadie que de primeras encaje del todo bien los cambios. Ya sea por aparecer pelos en lugares no habituales de tu cuerpo o por desaparecer pelos en lugares habituales del mismo. Por muy acostumbrado que esté uno a gestionar cambios en su vida, uno traga saliva antes de subir al monte con la pandereta y la campanilla cantando Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare.
Y es que ante un cambio así de crudo, de primeras te asustas y recurres a la fe (aydiosmio-aydiosmio), luego te estresas y recurres a tu coach (o tu pañico de lágrimas), después te habitúas y te autodenominas como el «fucking master» de la resiliencia (lo mismo vales para un roto que para un descosío), y tras varios años te olvidas de cualquier otra vida anterior (pero qué ingratas somos las personas).
Pues ahí estoy yo todavía mirando esos dos pelacos que se asoman. Híjicos. El susto ya me lo llevé y, tras comentarlo con mi peluquero, ahí estoy comenzando a digerir que es lo que hay, que cumplir años tiene estas cosas y que tendré que acostumbrarme a ellos (espero no llegar a hacerme trenzas), y que tal vez, en unos años, sea el «fucking master» en el fino arte de la depilación orejera. Puede que hasta le coja gusto a eso de hacerme mayor e incluso me olvidé de antaño, cuando fui joven e inconsciente (nooooo, eso noooo).
Hay que ver lo que pueden dar de sí dos pelos.
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