Seis y cuarto de la mañana. Suena el despertador del móvil. Lo tengo en el extremo más alejado de la mesita de noche, por eso de los campos electromagnéticos y el poder dormir. Lo cojo a tientas para no encender más luces y no despertar a mi mujer, como si el sonido del teléfono junto con los golpes que me doy con la mesita, pared o cabezal de la cama, todos ellos al unísono, no fueran capaces de despertar a nadie. Apago el despertador. Y sí, ya ha comenzado un nuevo día. ¡Sal de la cama ya!
Es en ese momento en el que acudes al aseo, te miras al espejo con ese look desenfadado de recién levantado (pelos tiesos, ojos pegados, babilla en la boca) y es cuando tienes que decidir, a la par que te rascas cualquier parte de tu cuerpo (no tiene por qué ser exactamente la que estás pensando), la actitud que vas a llevar puesta durante todo el día.
Así como lo cuento pensarás, «vaya, otro happy flower que va a contarme eso de que al trabajo se viene motivado de casa, que ser feliz es cuestión de actitud o que todo depende del color del cristal con que se mira». Pues cambia tu actitud, porque sí que te voy a hablar de eso.
Mi abuelo siempre me decía que la vida era una broma. Creo que tenía razón, ya que en cierto modo parece que la vida se ríe de nosotros: cuando más a gusto estamos con ella, puede venir cualquier cosa que desmonte todo nuestro mundo, cual castillo de naipes ante el soplido de un niño. Así de fácil.
Siempre pasan cosas malas (y a todas horas). Antes o después llegan a nuestras vidas. Nos pueden llegar directamente a nosotros (en ese caso nos duele en primera persona). Pueden llegar a un amigo, a un vecino, a un conocido (en ese caso empatizamos en mayor o menor grado dependiendo de la cercanía con respecto al otro). Pueden llegar a gente que no conocemos, pero nos enteramos (en ese caso vemos en el telediario cómo han bombardeado una ciudad a la par que nos metemos un trozo de pizza a la boca). Pueden llegar a gente sin que nos enteremos (en este caso, simplemente nos da igual).
Cómo digerimos las cosas malas que nos llegan es importante. Pero apreciar las cosas buenas que nos llegan también lo es. Y aún es más importante saber reconocer las cosas buenas que nos llegan. A veces estamos tan enfrascados por nuestras propias quejas, lamentaciones, preocupaciones y autobombo que no disfrutamos de las cosas buenas que nos llegan, sencillamente porque no nos hemos enterado de que están ahí, entre nosotros, en nuestras vidas en este preciso momento.
Volvamos a ese momento frente al espejo. No te asustes. No soy Sulley. Soy yo recién levantado. Esa marca que llevo bajo el ojo izquierdo, que cruza mi careto desde la oreja hasta la nariz, endureciendo mi rostro, tan sólo es consecuencia de las sábanas de mi cama y la pequeña presión ejercida por mi diminuto cuerpo de casi dos metros. En ese momento me puede venir a mi cabeza el plantearme por qué tengo que ir a trabajar al mismo lugar y con la misma gente, por qué hay que ganar el pan con el sudor de mi frente (por cierto, que asquito eso de mezclar sudor con pan), por qué me eché a la espalda una hipoteca para pasearla durante tantos años, por qué llevo la vida que llevo y por qué no lo dejo todo, me hago perro-flauta y me voy a ver mundo. Y todo, ¡zas!, en un segundo.
Ahí es cuando entra la actitud. En todo lo que dura el segundo que sigue y a la par que me dedico la mejor de mis sonrisas frente al espejo, pienso en la enorme suerte de tener trabajo en los duros tiempos que corren, un trabajo que me encanta, en el que aprendo cosas nuevas todos los días y en el que estoy rodeado de gente extraordinaria. También pienso en que me gusta mi casa y sobre todo las dos personas maravillosas que me acompañan. Incluso la gata me gusta. Pienso en que me gusta mi familia. Pienso que me gustan los pocos y buenos amigos de verdad que tengo. Y mi vida, siempre que estén ellos, me gusta. Es mi mejor aventura.
Y acto seguido ya estoy afeitándome la barba. Eso sí, con buena actitud.
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